Por Miguel Lawner.
Hace algunos días, acosado por los periodistas de los canales de la televisión, exigiéndole dar un plazo a las obras de reconstrucción en Santa Olga, el pobre Sergio Galilea, recién nombrado Coordinador de la Reconstrucción, terminó por afirmar: “Un año”… sí, un año.
En la tarde, ocurrió lo mismo con la ministra de la Vivienda Paulina Saball, quien resistió algo más una presión análoga, pero terminó por declarar que en las zonas urbanizadas, la construcción de nuevas viviendas podría estimarse en unos seis meses.
Bastaron ambas declaraciones para que los medios de comunicación respectivos subrayaran con grandes titulares: La reconstrucción durará un año o durará seis meses.
A raíz de las numerosas catástrofes originadas en los últimos años, se ha ido generando en Chile una verdadera cultura farandulera del desastre. Los matinales de la televisión cubren de inmediato las zonas siniestradas, con gran despliegue de recursos y de personal. Exhiben escenas dramáticas de aluviones o, en este caso, de bosques calcinados, casas destruidas, personas lamentándose por haber quedado con lo puesto, mascotas abandonadas, etc. La mayoría, clamando por alguna ayuda.
La televisión, coludida con los bancos, inicia de inmediato una colecta para recaudar fondos destinados a la reconstrucción. De hecho, hacen alarde de la solidaridad. Esta vez se embarcaron los tres mayores bancos del país. Rápidamente cumplieron con las metas propuestas, anunciando a los cuatro vientos que los fondos reunidos, gracias a la solidaridad de los chilenos, permitirían construir 200 casas o financiar la reconstrucción de tres escuelas.
Esta modalidad de cubrir incendios o cataclismos es inaceptable. Convierte la tragedia en una suerte de reality show, con la diferencia de que no se trata de una ficción sino de una dramática realidad, cuya consecuencia es que los damnificados asumen esta ilusión, convencidos de que es el camino para recuperar el techo y los enseres consumidos por las llamas.
El Estado, las universidades, los Colegios Profesionales y todos quienes participamos en los campos de la planificación urbana y la vivienda, tenemos la obligación de hablar con la verdad. No podemos dejarnos arrastrar por las presiones mediáticas prometiendo lo imposible.
Es necesario insistir majaderamente en que una cosa es la emergencia y otra muy diferente la reconstrucción. Efectivamente es indispensable proporcionar a la brevedad una mediagua, ojalá lo más confortable posible. Pero la reconstrucción tiene un tiempo que nadie puede dimensionar en estos momentos y debe explicarse sin complejos a los damnificados, quienes, por lo demás, debieran participar desde un comienzo en los programas y las etapas de la reconstrucción, compartiendo éxitos y contribuyendo a remontar las dificultades.
Para lograr este objetivo, se requiere de una institucionalidad que no existe hoy en Chile. La Presidenta ha nombrado una persona como coordinadora de la reconstrucción. En catástrofes anteriores designó a un llamado delegado presidencial, modalidad que Piñera mantuvo con ocasión del terremoto del 27F.
Es una misión imposible. Ninguna persona, por muy capaz que sea, puede coordinar y hacer un eficaz seguimiento de todas las tareas que impone la reconstrucción.
Ningún delegado presidencial o coordinador de emergencias anteriores, permaneció en sus funciones más de uno o dos años, dejando inconclusas tareas que requieren un seguimiento mucho más prolongado. Si consultamos hoy el balance de reconstrucciones anteriores, no sabemos a quién dirigirnos. Las responsabilidades se diluyen entre diferentes Ministerios: Minvu, Mop, Desarrollo Social, Economía, etc.
En abril del 2014, apenas iniciado el segundo mandato de Michelle Bachelet, un voraz incendio afectó a los cerros de Valparaíso. Tres de los miembros del Consejo Nacional del Desarrollo Urbano (se trata de Leopoldo Prat, Alfredo Rodríguez y quien suscribe) enviamos a la ministra de Vivienda una carta manifestando en uno de sus puntos lo siguiente:
“Una institucionalización participativa y solidaria para la reconstrucción: Para dar las respuestas que estas situaciones de catástrofe requieren, proponemos la creación de Corporaciones de alcance regional en las regiones donde ha habido alguna catástrofe, como las de Tarapacá, Arica y Parinacota, y Valparaíso. Su primer objetivo será asumir las tareas de la reconstrucción en materias de vivienda, equipamiento y desarrollo urbano. Esta propuesta supone que las Corporaciones mencionadas administrarán la totalidad del financiamiento acordado por el gobierno para la reparación y construcción de nuevas viviendas, de equipamiento social y de desarrollo urbano. En su cuerpo directivo deberán participar representantes de los Municipios y de las organizaciones vecinales.
En resumidas cuentas, se trata de llevar a cabo una reconstrucción de naturaleza solidaria, sustentable y participativa.”
Más tarde, tras cada una de las catástrofes experimentadas durante el presente Gobierno, envié una carta personal dirigida a la ministra de la Vivienda o al conjunto de los miembros del Consejo Nacional de Desarrollo Urbano, argumentando en el mismo sentido.
El 21 de septiembre del 2015, a raíz del terremoto con epicentro en Canela Alto, remití un nuevo texto a la ministra, recordándole lo que ya habíamos convenido:
“Tú sabes que en el Consejo Nacional de Desarrollo Urbano acordamos la creación de los Servicios Regionales de Desarrollo Urbano (SRDU), según el modelo de la CORMU. Nuestras resoluciones fueron entregadas a la Presidenta en abril del presente año. Hasta ahora no conozco iniciativa alguna del Ejecutivo en orden a materializar este acuerdo. La existencia de los SRDU en la presente catástrofe, habría permitido asumir la coordinación de todas las instituciones involucradas en la reconstrucción y administrar directamente los fondos destinados a las materias relacionadas con vivienda y desarrollo urbano”.
A estas alturas, está claro que no existe la convicción ni la voluntad política de cambiar la modalidad para enfrentar las catástrofes. El Estado rehúsa conducir el desarrollo urbano. Lo lamento. Quienes propugnamos la necesidad de planificar el desarrollo urbano con una visión integradora, solidaria y de largo plazo, hemos fracasado en ganar para esta causa a las autoridades de Gobierno y al Parlamento.
El reciente incendio en la zona centro sur tiene particularidades propias, porque golpeó una zona preferentemente rural, arrasando grandes extensiones forestales, viñedos y plantaciones agrícolas diversas, además de instalaciones industriales derivadas de la madera, como aserraderos pertenecientes a grandes y medianos productores.
No será fácil proporcionar empleo. Los trabajadores involucrados en la industria forestal enfrentan un largo período de cesantía. Recuperar plantaciones de eucaliptos o pino insigne requiere de entre 12 a 15 años para que puedan volver a ser explotados.
¿Será posible reconvertir a estos trabajadores a otro empleo? Se requieren políticas públicas bastante creativas en este sentido, para contener un nuevo ciclo emigratorio del campo a las zonas urbanas.
Desde luego, una primera medida sería proporcionar empleo en la misma reconstrucción. Levantar viviendas y la infraestructura con la mano de obra de los mismos damnificados. Evitar las llamadas casas tipo, prefabricadas, frágiles y ajenas a la identidad rural. Impulsar, en cambio, la modalidad de autoconstrucción asistida, lo que implica incentivar la llegada de jóvenes profesionales, para colaborar con los damnificados.
Santa Olga se transformó en un ícono de la tragedia. Quedó totalmente arrasada, salvándose una sola casa, ya bautizada la “casa del milagro”. Las llamas consumieron todo, quedando en pie uno que otro muro de ladrillo, porque la inmensa mayoría de las construcciones eran de madera.
En verdad se trata de un poblado casi miserable, generado por las demandas de los aserraderos o plantaciones forestales vecinas. Sin embargo, es una agradable localidad con suaves lomas coexistiendo junto a áreas planas.
Es una ocasión excepcional para concebir un hermoso proyecto de reconstrucción, aprovechando las condiciones naturales del entorno, normalizando los deslindes de los predios, diseñando la vialidad adecuada a un poblado rural, con buenos espacios públicos y adecuados equipamientos educacionales, de salud y comercio.
¿Por qué no? ¿O acaso su humilde pasado lo condena para siempre a la indigencia urbana?
Nuestra generación se formó en el auge del urbanismo. Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, en la reconstrucción de Europa se implementaron los principios humanistas postulados por el Movimiento Moderno de la arquitectura. Las Unidades Vecinales pasaron del sueño a la realidad. Estos principios guiaron nuestra formación y nuestra práctica profesional. Nunca se nos pasó por la mente que pudiera existir un urbanismo para ricos y otro para pobres.
Santa Olga tiene derecho a soñar y debiéramos esforzarnos por levantar desde las cenizas un entorno funcional y bien conformado. Es posible que un proyecto así conspire contra intereses creados. Ya hay propietarios enfáticos en reclamar la recuperación de su predio tal cual. Se requiere paciencia y mucho diálogo para ganarlos a un proyecto urbano innovador. Haciendo uso de maquetas y de los actuales recursos tecnológicos, es posible persuadirlos en favor de un proyecto de indiscutible beneficio común.
Creo que será necesario diversificar la vocación productiva de la zona. Quizás pudiéramos concebir a Santa Olga como un poblado satélite de Constitución, incentivando actividades ligadas al turismo, tales como la gastronomía o artesanías derivadas de la madera.
Por último, propongo convocar a un concurso de arquitectura para levantar en Santa Olga un Museo de la Memoria, destinado a recordar la magnitud del incendio que arrasó con más de 500.000 hectáreas de nuestro país. Dar a conocer los inmensos daños generados por las llamas, pero también el increíble compromiso de bomberos, brigadistas, policías y Fuerzas Armadas, de miles de anónimos voluntarios, de la solidaridad internacional, así como la acción espectacular de helicópteros y supernaves aéreas. El museo debiera irse renovando con el registro de los avances alcanzados por las obras de reconstrucción.
Cada visitante del museo debiera además seguir un circuito educativo por los bosques próximos, entendiendo en la realidad las consecuencias de semejante catástrofe y, quizá, concluir su visita plantando un arbolito donde quede registrado el nombre del sembrador de un futuro para el país más solidario, no mercantil.
El diseño del museo debiera, asimismo, ser llamativo, de tal manera que su reputación lo constituya en un atractivo nacional.
Sí. Santa Olga tiene derecho a soñar y nuestro deber es hacer de este sueño una realidad.