Agradezco la posibilidad de participar en este homenaje que el Colegio de Arquitectos rinde a Héctor Valdés Phillips, quien nos dejara hace poco más de un mes. Me hago parte de él con el mayor entusiasmo. Fue presidente del Colegio y recibió de él el Premio Nacional de Arquitectura. No faltan razones –más bien sobran- para homenajear a los que han partido, especialmente a quienes, como don Héctor han tenido una trayectoria tan notable y tan visible. Sin embargo, no puedo dejar de pensar que tales homenajes suelen tener algo de problemáticos -que se resumen en aquello de “no hay muerto malo”- como si, libres de la presencia, y por tanto de las complejidades y contradicciones, de alguien de nuestro entorno, nos complaciéramos en trazar relatos y retratos idealizados, que no por bien intencionados impiden convertir a un ser humano de carne y hueso en un simple dechado de cualidades ¿Como evitar, entonces, esas caricaturas, positivas y laudatorias, pero caricaturas al fin, que tan frecuentemente se filtran en las necrológicas, ese género magistralmente satirizado por Antonio Tabuchi en Sostiene Pereira?
A fin de conjurar ese peligro no se me ha ocurrido otra estrategia que intentar identificar y dibujar su herencia: esa que nos deja y, que como todas las herencias, está compuesta de bienes no siempre sencillos de mantener y aún más de incrementar. Adicionalmente, ellas suelen traer consigo tareas. Tareas que pueden resultar difíciles y desafiantes.
Partiría por una composición de lugar: Héctor Valdés Phillips fue una figura excepcional perteneciente a una generación excepcional. Tal pertenencia no es accidental, sino parte integrante de la obra de Valdés como arquitecto y del modo en que él pudo pensarse y verse a sí mismo. Ser parte de un entorno generacional es en algún sentido fuente de poder y da mayor fuerza en las tareas que se emprenden. Pero a la vez, implica una percepción de los propios límites al sentirse parte de un entorno mayor. A la generación de Héctor Valdés pertenecieron socios de su oficina como Fernando Castillo y Carlos García Huidobro, pero también arquitectos de la estatura y significación de Alberto Cruz, Emilio Duhart y Mario Pérez de Arce. Fue ésa una generación notable, que hizo de su vocación un compromiso ético. Que profesó la arquitectura como la oportunidad de ofrecer un servicio; al mundo público, al privado, al tiempo que les correspondía vivir. Consideraron la arquitectura moderna como un imperativo histórico que debía ser asumido con decisión y radicalidad, poniendo tal imperativo como una condición indispensable de su ejercicio profesional, al punto de perder un encargo si éste no cumplía con las condiciones necesarias para abordarla en esos términos.
Héctor Valdés fue un hombre directo, claro, valiente, a ratos empecinado. Polemista fiero cuando hacía falta. Si estaba convencido de algo lo decía con claridad y sin ningún tipo de ambigüedades. Si era necesario lo escribía: al diario, a una revista, a una persona o a una institución. Defendía sus puntos de vista con fuerza mientras estuviese convencido de ellos. Por tal razón no fue necesariamente un hombre fácil para sus cercanos. No buscaba la simpatía, no era en modo alguno condescendiente. Exhibió lo que podríamos denominar un realismo radical asumido casi como una forma de poética. Ese fue un signo distintivo de su aporte profesional, tanto en su oficina como en las actividades que emprendió. No se dejaba convencer por entusiasmos pasajeros ni por soluciones brillantes u originales, si ellas no cumplían lo que a su juicio eran las condiciones indispensables para prestar adecuadamente el servicio para el que había sido concebida.
Sirvió a la universidad y se consagró a su trabajo profesional con una responsabilidad ejemplar. Fue docente en la Universidad Católica por más de 15 años, desde sus tiempos de estudiante hasta fines de la década del 50. Llevó a la Universidad con generosidad su experiencia profesional, pero renunció a su cátedra cuando le pareció que era incompatible con sus obligaciones profesionales. Aceptó con gusto las tareas públicas que le fueron ofrecidas: desde la vicepresidencia de Corvi hasta la presidencia del Colegio de Arquitectos. Así, habiendo alcanzado los más altos logros profesionales, como el Premio Nacional de Arquitectura, recordaría, hacia el final de su vida, su actividad de servicio público como aquella que más lo había recompensado en su vida.
Su contribución arquitectónica se remonta a la Casa Labbé, una de sus primeras obras, realizada en conjunto con Emilio Duhart, en la que se propusieron reinterpretar la construcción en adobe en términos contemporáneos, anticipando esfuerzos en este mismo sentido que se intenta hoy día. Recordaba vívidamente sus visitas de obra en moto al terreno de lo Barnechea mientras Duhart se encontraba estudiando en los Estados Unidos. Tal contribución se prolongaría hasta los grandes proyectos de los que fue corresponsable en la oficina BVCH – Portales, Universidad Técnica o Torres de Tajamar- y las que realizó también luego de la disolución de la mítica oficina. Entre ambas, aparece una multitud de obras de formato diversos: casas, ampliaciones, industrias, hasta vitrinas. El listado de encargos lo guardaba celosamente en un cuaderno con alrededor de 400 entradas que nunca quiso dar a conocer en su totalidad. Consideraba que muchas de ellas eran obras menores que no merecían ser recordadas, analizadas ni difundidas. “Hacíamos lo que nos pedían” me dijo en una ocasión, no sin orgullo, por ese cotidiano ejercicio del oficio. Dentro de esta trayectoria, la constitución de Valdés Catillo Huidobro en los años cuarenta fue un momento fundamental. Dicha oficina, en la que durante algún tiempo fue el único arquitecto titulado, fue el ambiente en el que forjaron las armas para un ejercicio colectivo, libre y colaborativo del oficio tan característico de él y de sus socios.
Más tarde con la adición de Carlos Bresciani se constituiría la mítica asociación Bresciani Valdés Castillo Huidobro que no solamente lideraría el panorama nacional sino que alcanzaría un notable reconocimiento internacional. Publicaciones en Architectural Design, la inclusión de la Unidad Vecinal Portales en el libro sobre el Brutalismo de Banham o la monografía del Instituto de Arte Americano, son buenas pruebas de ello. Este último libro fue parte de una colección denominada Cuadernos de Historia en la que se incluían nombres como Eladio Dieste, Philip Johnson, Lucio Costa y Skidmore Owens y Merril. Es bueno recordar esta consideración de la crítica internacional como un precedente indispensable de la valoración que en ese mismo ámbito tiene la actual arquitectura chilena. El intercambio epistolar con Mario Buschiazzo a raíz de la publicación del Instituto de Arte Americano, se conserva en el Archivo de Originales de la Facultad de arquitectura de la Universidad Católica y da cuenta del sólido respaldo intelectual que se ocultaba tras esa diaria y aparentemente ingenua tarea profesional que fue capaz de una proyección notable sin que mediara un esfuerzo especial de difusión.
Héctor Valdés y sus socios entendieron la arquitectura como una disciplina capaz de dar forma a una vida cotidiana de calidad manifestada en diversas formas y niveles. Disciplina, profesión y servicio no fueron para Valdés y sus socios términos antagónicos ni contradictorios. Tal actitud no puede tener más vigencia aunque no resulte todo lo frecuente que quisiéramos. Ella no impidió que alcanzaran esa calidad admirada, entonces y hasta hoy mismo, en Chile y más allá de sus fronteras. Ella no se alcanzaba a costa de las necesidades más prosaicas, ni de los recursos, ni de todas las obligaciones que acompañan el ejercicio de la profesión. De tal actitud fue Héctor Valdés un adalid, incluso al interior de su oficina. Su poética realista lo llevaba a defender siempre y con pasión a aquello que era posible y razonable en términos sociales, geográficos o tecnológicos.
Héctor Valdés solía describir con emoción el ambiente de colaboración al interior de BVCH. El respeto que entre sí se tenían socios, a pesar de tener personalidades tan diversas. El apoyo que se prestaron en las actividades que a casi todos les tocó asumir fuera de la oficina: su propia docencia, la de Fernando Castillo o el decanato de Carlos Bresciani en la Universidad Católica de Valparaíso. No tuvieron los conflictos económicos o de autoría que suelen ser tan corrosivos para el trabajo colaborativo de los arquitectos. Todo ello nos deja una enseñanza invaluable.
La vida de Héctor Valdés fue un ejemplo de humanidad en el sentido más amplio de la palabra: aún en su fragilidad o sus eventuales debilidades. El suyo fue intento de ofrecer algo a la arquitectura, como diría Kahn, no sólo sin descuidar sus deberes cotidianos, sus compromisos familiares, sus convicciones sociales, sino precisamente haciendo de ella una herramienta y una vocación de servicio. Todo ello realizado con una saludable dosis de escepticismo. Su esfuerzo de servir a través de la arquitectura nos dice de la posibilidad de alcanzar una calidad que no dependa sólo del talento, ni de la originalidad o el aprecio público. Un mensaje alentador para muchos, que implicaba un esfuerzo más difícil de sobrellevar de lo que podría parecer.
Estos son los trazos que configuran la herencia de Héctor Valdés para sus compañeros de oficio. Una herencia que de algún modo se inscribe en la esfera de lo ético, en la búsqueda incansable del bien social, en el respeto hasta rabioso a los principios que el formuló en sus propios diez mandamientos. Echaremos de menos su caballerosidad casi pasada de moda, su rigor, su falta de condescendencia con las modas pasajeras, su implacable actitud crítica. Pero nos quedará la huella que él contribuyó a trazar y por la que nos invitó a transitar a todos. Su memoria, que -como decía Zubiri de la historia- no será sólo un recuerdo que nos remite al pasado, sino una forma de realidad presente y viva. Ella nos seguirá impulsando a concebir la arquitectura con el rigor y la belleza del servicio, como un arte colectivo al que podemos ofrecer algo genuinamente nuestro aunque sea poco.
Santiago, 16 de noviembre de 2016.