El arquitecto de Chiloé, recientemente galardonado con el Premio Nacional de Arquitectura, recuerda aquí lo que ha sido su aventura de 40 años en la isla, donde toda su vida ha sido una vocación por la arquitectura moderna comprometida con el lugar.
Por EDWARD ROJAS VEGA, Premio Nacional de Arquitectura 2016
Hace 40 años, la vida me trajo, con mi joven esposa Luz María Vivar y nuestro hijo Pablo, a vivir a una aventura épica, en un archipiélago de color verde llamado Chiloé.
Tenía 25 años, el mundo estaba recién creado. Había egresado de la Escuela de Arquitectura de Valparaíso de la Universidad de Chile, y llegamos hasta aquí a instancias de una amistad, que nos había entusiasmado con la idea de que en Chiloé había trabajo y no habían arquitectos profesionales.
En mi maleta traía la experiencia de haber nacido en el desierto de Atacama, la de haber estudiado en el INBA, donde compartí con estudiantes provenientes de todo Chile. Y la de haber estudiado en Valparaíso, en cuyos cerros mirando al mar aprendí el valor del territorio y de la cultura que sus habitantes habían desarrollado en él.
Por lo mismo tenía claro que el gran desafío de la arquitectura moderna era precisamente el de modernizar los elementos que le eran propios a la arquitectura de los distintos lugares y regiones del planeta.
En una lancha de madera cruzamos por primera vez el canal de Chacao, el mar estaba florido. Y al ver desde allí, desde ese hábitat flotante, la Isla Grande y la cordillera con sus nieves eternas cayendo al mar, quedé embrujado ante el paisaje, que para mí fue como si mi desierto se hubiese llenado de agua, de nubes y de bosques siempre verdes.
Los barrios de palafitos y la iglesia de Castro fueron la reafirmación de que la arquitectura se debía a su cultura y lugar. Y nos quedó más que claro que aquí no solo había trabajo, sino que también un mundo propio con el cual trabajar.
Un mundo insular, dueño de un paisaje sublime de tierra, cielo y mar, con una luz extraordinaria y una arquitectura de la madera, de la tierra y el mar, en equilibrio con la naturaleza y ligada de manera indisoluble con su territorio, su maritorio y su bordemar.
Aquí era posible sustentar una propuesta arquitectónica contemporánea, que fuera parte del contínuum cultural del archipiélago, que expresa su identidad a través de su música, sus comidas, sus artesanías, sus artilugios y su arquitectura.
El Taller Puertazul
Nuestros primeros proyectos al enfrentarnos a la realidad del lugar y su cultura carpintera, nos señalaron que la arquitectura del lugar debía ser el referente y el sustento de la obra contemporánea que aquí teníamos que realizar.
Porque los referentes en madera que nos interesaban no tenían nada que ver con la necesidad de los chilotes, como aquella de seguir teniendo casas con pasillo, para que esperara la gente cuando alguien de la familia fallecía y el muerto se velaba en el salón.
Nuestros referentes tenían que ser los habitantes, el paisaje, las tipologías, las maderas del bosque nativo, los carpinteros y la cultura, elementos fundamentales para entender este lugar y dar respuestas apropiadas y contemporáneas, ya fuera a los requerimientos de un pescador o del notario de Castro, Arcadio Pérez, que nos confió su casa.
Para esto decidimos con Renato Vivaldi fundar el Taller Puertazul, que se convirtió en una instancia de acción y reflexión transdisciplinaria a la que aportaron su mirada y experiencia Agalviro Vega, Gustavo Boldrini, Mauricio Marino, Fernando Labra y estudiantes de Arquitectura dispuestos a dibujar y hacer encuestas a los habitantes de los barrios de palafitos, amenazados por un decreto alcaldicio de erradicación.
En el taller habíamos desarrollado las teorías: “Chiloé, una cultura de la madera” y “Chiloé, una cultura del bordemar”, palabra que acuñamos para describir ese espacio intermareal donde se centra la vida del chilote que pesca, recoge algas o marisca. Ese era el espacio natural, y los palafitos eran la arquitectura de ese espacio natural, que recogían el fulgor de la vida de un habitante anfibio que se desarrolla entre la tierra y el mar.
La defensa de los palafitos de Castro
Los palafitos eran hijos de la marginalidad y por lo mismo podían ser leídos por la autoridad como “poblaciones callampas sobre el mar”. Para nosotros eran casas rurales que se habían hecho urbanas, replicando en la ciudad el modo de vida de familias campesinas que emigraron cuando perdieron todas sus cosechas de papas, producto de la plaga del tizón.
Lo que correspondía aquí no era erradicar, porque los palafitos eran la expresión única en el país y el mundo de una arquitectura construida en madera y sobre el mar, por una comunidad y por la historia. Aquí no estábamos frente a un problema estético, si no ético. Y por lo mismo, casi sin darnos cuenta del riesgo que significaba oponerse a la autoridad en plena dictadura, encabezamos la defensa de los palafitos, apoyados por sus habitantes, los poetas del Aumen y el Colegio de Arquitectos de Chile.
A la Segunda Bienal de Santiago fuimos a mostrar Chiloé. Además de nuestras reflexiones y nuestras obras, denunciamos este hecho. Víctor Gubbins, presidente de la Bienal, nos consiguió una entrevista en “60 minutos”, el noticiario de Televisión Nacional, en la que revelamos a todo Chile el equívoco cultural que significaba esta erradicación, desatando el interés de la prensa, que sería fundamental para detener esta acción.
Esta experiencia nos enseñó que para defender el patrimonio era fundamental estar organizados y para ello nos juntamos cinco arquitectos para fundar en Chiloé la sede del Colegio de Arquitectos de Chile, la misma que en el siglo XXI, con Jorge Espinoza a la cabeza, y 55 arquitectos colegiados, sigue dando batallas.
Una de las últimas fue impedir que el monstruoso Mall de Castro llegara a 15 pisos. Además de obligar a cambiar el material de las fachadas de un proyecto que afectó la calidad de vida y el paisaje de Castro, al no considerar ninguno de los elementos esenciales de la arquitectura del lugar.
Una arquitectura perecible
Una de nuestras primeras obras fue Refugio de Navegantes de Dalcahue, que reinterpreta el fogón chilote sobre palafitos, diseñado para que los navegantes del archipiélago hagan Quelcún, esto es capear el temporal.
Espacio público que descubrieron los primeros mochileros, y que Nicanor Parra consideró “una obra socialista construida en plena dictadura”. Refugio que se deterioró muy rápido por la sobrecarga de navegantes y mochileros, por lo que el municipio lo dejó caer.
Esto nos enseñó que la arquitectura de la madera de este lugar, si bien era muy versátil, también era perecible, porque era parte de la cultura de la vida y la muerte en Chiloé. La afectan los xilófagos, el clima, la lluvia, los incendios y el uso, y por lo mismo nuestra obra, en el futuro, al igual que el refugio, podía desaparecer. Por lo mismo, lo que importaba era el proceso y lo que la obra contemporánea proponía para poner en valor y modernizar la arquitectura de Chiloé.
Una modernidad vernacular y efímera era de lo que hablábamos con José Donoso, en una lancha rumbo a la isla Caguach cuando estuvo en Castro, escribiendo “La desesperanza”. Para el escritor, lo que habíamos hecho era convertir en paradigma de la modernidad la arquitectura del lugar.
El poder de la minga comunitaria
La muerte de la iglesia de Quilquico, Monumento Nacional, que los vecinos no pudieron mantener por falta de recursos, llevó al Colegio de Arquitectos de Chiloé; a monseñor Juan Luis Ysern, obispo de Ancud, y a Hernán Montesinos a crear la Fundación Amigos de las Iglesias de Chiloé.
Luego de reparar los templos de Teupa y de Chonchi, había que restaurar la iglesia de Castro. Las torres estaban inclinadas, con riesgos de caer sobre la nave, y los xilófagos se estaban comiendo el interior. La Comunidad Económica Europea, a quien habíamos recurrido, nos ofreció donar 25 millones de pesos si la comunidad de Castro juntaba una cifra similar.
Con este objetivo, junto a Lorenzo Berg, director de la fundación, y Pedro Villagra, párroco de la iglesia, se convocó al prefecto de Carabineros de la época, a gente vinculada a la iglesia y a amigos voluntarios, para formar el Comité Aplomar las Torres y lanzar la campaña “La Gran Minga de Castro”. Este equipo guió durante dos años a una comunidad que sabía del valor de solidaridad como centro de su acción y sobrevivencia en el archipiélago.
Haciendo rifas, fiestas, curantos, remates de obras de arte, ferias de las pulgas, campaña del sobre, entre muchas otras acciones, se logró reunir el doble del dinero exigido, para sumar un total de 75 millones que permitieron aplomar las torres y eliminar los xilófagos de la nave. Acciones que avalaron la declaratoria de Patrimonio Mundial del Sitio para 16 iglesias de madera de Chiloé por parte de la Unesco.
La conexión latinoamericana
La participación en las bienales fue fundamental para seguir nutriendo nuestro trabajo. Así surgió el vínculo con las escuelas de Arquitectura y con el arquitecto Ramón Gutiérrez, que a su vez nos vincularía con una pléyade de maestros chilenos y latinoamericanos que estaban pensando y realizando una arquitectura moderna llena de identidad, como Rogelio Salmona, Eladio Dieste, Carlos Mijares y Carlos Morales, entre muchos otros, que nos enseñaron su forma de pensar y de crear lo que para nosotros era una arquitectura del lugar.
Aquella que para Cristián Fernández Cox era la búsqueda de una “modernidad apropiada” en las tres acepciones de la palabra, apropiada en cuanto adecuada, apropiada en cuanto a que se apropia de elementos modernos y apropiada en cuanto a que es propia. Y que Jorge Lobos, a apartir de su experiencia en Chiloé, llamaría “arquitectura cultural”.
Un museo de arte moderno austral
La arquitectura del lugar está íntimamente ligada a su cultura y por esto fue ella misma, la obra, la que nos llevó a ir más allá de la arquitectura.
El Internado Campesino San Francisco de Castro estaba recién construido. Al visitarlo con la fotógrafa Mariana Mathews, coincidimos en que este era un buen lugar para exponer arte moderno.
Con el arquitecto Eduardo Feuerhake nos imaginamos de inmediato que en estos espacios diseñados para jóvenes campesinos podíamos crear la ilusión de lo que podía ser un Museo de Arte Moderno. Convencimos a los padres franciscanos de la importancia del arte en la educación de los niños y nos prestaron el edificio.
Los artistas chilenos a quienes les contamos este sueño nos enviaron y regalaron sus obras, confiándonos un patrimonio artístico extraordinario que nos comprometió a trabajar para convertir esta ilusión en realidad.
Luego el MAM Chiloé encuentra su espacio natural en unos galpones vernáculos que estaban abandonados en el Parque Municipal de Castro, el que reciclamos e intervenimos para que la arquitectura de este museo sea soporte para un arte contemporáneo que alimenta la cultura insular.
Nuevos Desafíos
En cuarenta años, mucha lluvia cayó sobre las islas, muchos arcoíris se encendieron en el cielo y este mundo propio cambió, llegaron las salmoneras, el aeropuerto, el casino, los hoteles 5 estrellas, los centros comerciales, las inmobiliarias y la sombra del puente sobre el canal de Chacao, impulsado por el ego de los políticos y el gobierno central, que va a arrebatar a Chiloé la magia de su insularidad. Un puente que se yergue sobre el verde archipiélago como un pájaro de mal agüero.
Sería más lógico y sustentable invertir esos recursos en construir un Hospital de Alta Complejidad y desarrollar la épica de fundar una gran universidad archipiélaga, que se nutra y sistematice con los conocimientos ancestrales y contemporáneos de la cultura del lugar, donde los campesinos capacitados enseñen a los estudiantes de Agronomía y los maestros mayores les enseñen las maravillas de los ensambles de madera a los futuros arquitectos.
El puente sobre el canal de Chacao, impulsado por el ego de los políticos y el gobierno central, va a arrebatar a Chiloé la magia de su insularidad.
Publicado en Artes y Letras de El Mercurio
Domingo, 29 de enero de 2017