**Esta columna de opinión fue publicada en biobiochile.cl el 29 de octubre de 2025
La educación superior enfrenta enorme desafíos ante la aceleración tecnológica, la pérdida de su sentido humanista y la crisis ética que atraviesa nuestra sociedad. Hoy formar profesionales no basta: necesitamos formar personas capaces de pensar críticamente, actuar con empatía y asumir su responsabilidad social y ambiental. Solo una educación centrada en la ética, la creatividad y el vínculo humano podrá responder a las tensiones de nuestro tiempo y contribuir a reconstruir el tejido común que sostiene la vida en sociedad.
Los desafíos contemporáneos de la educación y la formación profesional
Vivo con inquietud —pero sin temor— la irrupción de la inteligencia artificial y su impacto transversal en las disciplinas. La velocidad con que los saberes técnicos se transforman es tal que los modelos tradicionales de enseñanza están quedando rápidamente obsoletos. Frente a esa aceleración, las universidades no pueden seguir siendo simples transmisoras de información o fábricas de profesionales certificados; deben volver a preguntarse por el sentido profundo de lo que significa formar.
Creo que el mayor desafío de la educación hoy es preservar lo humano en medio de la automatización. Las máquinas aprenden más rápido que nosotros, pero carecen de sensibilidad, de ética, de emoción. Si no cultivamos el pensamiento crítico, la creatividad y la capacidad de asombro, terminaremos formando técnicos altamente competentes pero moralmente ciegos.
He visto a muchos estudiantes -y también lo viví en mi propia formación- esforzarse por aprender materias que luego el tiempo se encargó de volver inútiles. Por eso creo que las universidades deben dejar de concebirse como fábricas de profesionales que “producen y certifican saberes y competencias disciplinarias”, y asumir en cambio la tarea de formar personas capaces de pensar críticamente, transformarse y transformar su entorno. La educación no puede seguir centrada en lo que se enseña, sino en cómo aprendemos a aprender, a desaprender y a volver a aprender.
La formación profesional no puede desvincularse de una formación cultural integral que incorpore la filosofía y las artes. La creatividad no es un privilegio de los artistas: es una forma de pensamiento que atraviesa todas las profesiones. Necesitamos médicos creativos, ingenieros sensibles, abogados empáticos. La educación debe abrir espacio para el error, la duda y la imaginación, porque ahí se gesta la innovación auténtica.
Me preocupa también la creciente virtualización del aprendizaje. Comprendo sus ventajas —ampliar cobertura, reducir costos, llegar a más personas—, pero me resisto a pensar la educación como un proceso meramente digital. Aprendemos en comunidad, en la conversación y en el encuentro con los otros. El conocimiento se vuelve significativo cuando involucra emociones, cuando toca la experiencia. Sin esa dimensión humana, corremos el riesgo de fabricar profesionales desarraigados, incapaces de establecer vínculos y de comprender la realidad que los rodea.
Por eso defiendo una educación integral y humanista, que combine la rigurosidad técnica con la reflexión ética, la sensibilidad artística y el compromiso social. Aprender debe ser siempre una forma de transformar el mundo y de transformarse uno mismo.
Ética, valores y crisis social
Desde hace años observo con preocupación cómo la sociedad chilena atraviesa una profunda crisis de valores y convivencia. Lo veo en las universidades, en la política, en los medios, en las religiones y en el lenguaje público. Hemos confundido la libertad con la impunidad, la crítica con el desprecio, la diferencia con el enemigo.
Como docente, me he preguntado muchas veces qué hicimos mal. ¿Cómo es posible que algunos políticos, que son profesionales formados en nuestras aulas promuevan discursos de odio o guarden silencio cómplice? ¿Cómo llegamos a un punto en que el insulto se normaliza y el diálogo se degrada? Creo que la respuesta está en la ausencia de una formación ética estructural en la educación. La ética no puede ser una asignatura optativa ni un discurso ocasional: debe ser la base sobre la cual se construye toda formación profesional. Sin ética no hay comunidad posible. Formar profesionales sin enseñarles a pensar en el otro es formar individuos funcionales a un sistema, pero no ciudadanos.
La crisis social que vivimos es, en el fondo, una crisis educativa, tema sobre la cual se han escuchado muchas voces. El ganador del Premio Nobel de Economía 2025, el economista francés Philippe Aghion afirmó que para Chile «lo primero es la educación. Creo que es fundamental contar con un sistema educativo de alta calidad y de amplia base. En Chile eso no lo tienen. Ese es un gran problema», Señaló que el sistema educativo chileno está en riesgo de dejar al país «en desventaja» si se mantiene como está.
Hemos privilegiado la competencia sobre la colaboración, el éxito personal sobre el bien común. Y eso se refleja en el lenguaje, en las redes sociales, en la política: ya no discutimos ideas, sino que deshumanizamos al otro. Lo más inquietante es que ese lenguaje no proviene solo de personas sin formación. Algo esencial se nos está escapando.
Frente a ello, sostengo que la educación tiene un papel moral insustituible. Formar profesionales comprometidos con la democracia, la justicia, la solidaridad y la empatía es una tarea política en el sentido más noble del término. Necesitamos profesionales-ciudadanos, no solo competentes, sino conscientes de su papel en la construcción de una sociedad más justa y sostenible.
La ética debe, además, volver a vincularse con el cuidado del planeta y de la vida en sociedad. No podemos seguir formando abogados, ingenieros, arquitectos, publicistas, periodistas, economistas, entre otros, sin una profunda conciencia ética y ambiental. La crisis climática es también una crisis de valores, un síntoma de nuestra desconexión con el mundo que habitamos.
La educación como acto político y humanizador
Siento que estamos en un punto de inflexión. La educación chilena —y con ella nuestras profesiones— debe decidir si continúa adaptándose pasivamente a las lógicas del mercado y la tecnología, o si asume el desafío de reconstruir su sentido ético y humanista.
No podemos seguir formando individuos orientados solo al rendimiento. Debemos formar personas capaces de pensar críticamente, de emocionarse, de actuar con empatía. Personas que comprendan que el conocimiento carece de valor si no se traduce en responsabilidad social.
Como docente, investigador y arquitecto, me resisto a aceptar que la educación se convierta en un proceso mecánico. La universidad debe ser un espacio de creación, de duda, de encuentro. Debe formar no solo para el trabajo, sino para la vida.
Creo profundamente que la educación es el acto más político de todos, porque en ella decidimos qué tipo de humanidad queremos construir. En un tiempo dominado por la inmediatez, el individualismo y la inteligencia artificial, la tarea más urgente sigue siendo la misma de siempre: formar seres humanos capaces de pensar, sentir y convivir en armonía con su entorno social y natural.
Solo así, aprendiendo nuevamente a vivir juntos, podremos imaginar un mundo que realmente merezca ser habitado.
Rodolfo Jiménez Cavieres
Presidente nacional del Colegio de Arquitectos de Chile
Ex Decano de la Facultad de Arquitectura y Ambiente Construido de la Universidad de Santiago




