**Esta columna de opinión fue publicada en Le Monde Diplomatique el 28 de agosto de 2025
La historia del proyecto ex Hotel Punta Piqueros en Concón revela cómo un proyecto declarado ilegal por la Corte Suprema terminó encontrando un camino de salvación bajo otro nombre. Un caso paradigmático de vulneración normativa y de debilitamiento institucional en Chile.
En la costa de Concón, entre roqueríos y olas que rompen con fuerza, se levanta un esqueleto de hormigón que encarna más de una década de disputas legales, fallos judiciales y promesas incumplidas: el ex Hotel Punta Piqueros. Una obra que, desde sus cimientos, nació en la irregularidad y que, contra toda lógica normativa, hoy parece encontrar un nuevo cauce de vida bajo otro nombre: Punta Mar.
Lo que comenzó en 2011 con un permiso de edificación otorgado por la Dirección de Obras Municipales, pronto se convirtió en un símbolo de la fragilidad institucional del país. Ese permiso fue cuestionado casi de inmediato: el proyecto se emplazaba en un peñón costero donde las reglas urbanísticas eran claras, la medición de altura se forzó sobre un «nivel natural» alterado, y además carecía de una evaluación ambiental adecuada. En 2017, la Corte Suprema confirmó lo evidente: la Resolución de Calificación Ambiental era ilegal y debía anularse.
La historia parecía encaminarse a un desenlace predecible. En 2022, el máximo tribunal ordenó al Minvu y al Serviu pronunciarse sobre la demolición. Y en enero de 2024, la Seremi Minvu de Valparaíso dictaminó lo que cualquier ciudadano esperaría en un Estado de Derecho: el edificio debía ser demolido. Punto.
Pero no.
Lo que vino después fue la demostración más clara de cómo, en Chile, los proyectos inmobiliarios de gran escala pueden doblar la mano de la institucionalidad. En lugar de ejecutar la orden, se abrió una «conciliación» entre la municipalidad y la inmobiliaria. Y de esa mesa surgió la idea de reconvertir el hotel en un nuevo proyecto, bautizado Punta Mar, con usos distintos —gastronomía, oficinas, cowork, spa—, pero con la misma volumetría cuestionada.
El resultado es inquietante: un proyecto ilegal, declarado como tal por la Corte Suprema y por la propia administración del Estado, ha encontrado un camino de salvación mediante acuerdos políticos-administrativos. La figura de la conciliación, válida en lo judicial, termina aquí convertida en un mecanismo de blanqueo de una obra que nunca cumplió la normativa.
La señal es devastadora. Para los pequeños propietarios y constructores, la ley se aplica con todo su rigor: una ampliación sin permiso puede costar multas altísimas o la demolición inmediata. Para comunidades vulnerables llevadas por necesidad a la ocupación de un terreno, se mantiene la orden de demolición, sin siquiera pasar por una orden de desalojo y las garantías constitucionales de la familia. Para los grandes proyectos, en cambio, la institucionalidad parece maleable, negociable, flexible a los intereses económicos de turno.
Punta Piqueros —ahora Punta Mar— se ha transformado en un ícono de lo que no debiera ocurrir en nuestras ciudades: la erosión de la planificación urbana, la vulneración del borde costero como bien común, y la sensación de que en Chile las normas no son para todos por igual.
Más allá del destino final de este edificio, lo que está en juego es la credibilidad del sistema. Si la demolición pudo transformarse en «reconversión», ¿qué queda de la certeza jurídica? ¿Qué confianza puede tener la ciudadanía en que las normas urbanísticas y ambientales protegen realmente su territorio?
En tiempos en que reclamamos ciudades más justas, sostenibles y transparentes, el caso Punta Piqueros es una advertencia: mientras no existan instituciones con fuerza real para hacer cumplir la ley, seguiremos construyendo primero y negociando después. Y en esa práctica se diluye la esencia misma del Estado de Derecho urbano.
Rodolfo Jiménez Cavieres
Presidente nacional del Colegio de Arquitectos de Chile